Antes era frecuente ver golondrinas volar en el cielo azul de Oaxaca. De niño recuerdo que cayendo la noche y, caminado por las últimas calles de Morelos, descubrí pegados al alero de madera de una casa, varios pequeños promontorios que me parecieron de barro y que se me dijo eran nidos de golondrinas. Las golondrinas son pájaros migrantes audaces de vuelo largo. Se ven bonitas con sus largas alas curvadas y su cola ahorquillada. Su nombre es musical ¿te has fijado?: golon-driii-na, suena bien. Por eso cuando escogimos el nombre para este hotel pensamos en ellas, pues además simbolizan nuestro propósito: que nuestros huéspedes vuelvan por el amable trato y buen servicio que les ofrecemos y... así es, vuelven.
Cuando a fines de 1987 regresamos del DF, visitamos nuestra propiedad donde ahora se encuentra el Hotel Las Golondrinas. Me acuerdo que era un medio día muy soleado, cuando al entrar a la casa, lo hicimos acompañados de algunos niños pequeños que jugando regresaban de la escuela.
Desde el zaguán la casa se adivinaba lo que era: una casa de vecindad, es decir, un lugar donde vivían muchas familias acompañadas de pericos y pájaros, estos últimos escogidos por sus hermosos trinos o colores. La actividad en la casa se adivinaba por el ruido que venía de las cocinas o de los pequeños talleres donde se hacía o reparaba algo, pues en la casa había joyeros, zapateros, carpinteros, comerciantes y gentes con ocupaciones varias. En el patio, las mujeres lavaban la ropa de uso diario, que después secaban colgándola de los tendederos de mecate (ixtle) que cruzaban en todas direcciones, pero con orden. La ropa lucía blanquísima pues toda ella se asoleaba lo suficiente bajo el quemante sol, a tal punto, que después, para que no lastimar los ojos de los transeúntes que caminaban por la calle, se tenía la costumbre de ponerle a la ropa, en el último enjuague, una pisca del polvo aquél que llamaban “azul”.
La casa es amplia y por el desnivel del terreno -pues está en las estribaciones del Cerro del Fortín-, se definen tres patios; el primero da a la calle de Tinoco y Palacios, el tercero, con puerta hacia la calle de Allende. La zona del patio de Allende era más tranquila y allí vivía la encargada de la administración de la casa: Doña Petra. Ella era una mujer como de 60 años de facciones enérgicas y con una cabellera blanquísima, muy bonita, que a veces se trenzaba. Doña Petra era una buena administradora pues desde muy temprano y aunque lloviera, apretara el sol, o hiciera frío, recorría la casa imponiendo orden con su presencia. Uno de los momentos de mayor ajetreo eran las mañanas, cuando muy temprano los habitantes de aquella vecindad se dirigían a los sanitarios donde los vecinos -frecuentemente impacientes- esperaban su turno, haciendo la debida cola de espera. La vida en esta casa era muy solidaria y de una relación de convivencia cordial, pues todos los vecinos se ayudaban, cuidaban y platicaban frecuentemente.
Doña Petra mensualmente cobraba las rentas y extendía recibos, evaluaba composturas o reparaciones, apremiaba a albañiles o plomeros para que el trabajo que les había encargado estuviera bien hecho y se terminara pronto. Después, a medio día, se presentaba en la casa de los dueños y se sentaba discreta en una banca del corredor, cargando en una bolsa de mecate los papeles que siempre llevaba para informar y hacer cuentas. Esto realmente no era necesario hacerlo seguido, pero a ella le satisfacía mucho como corolario de sus tareas diarias, compartir la mesa de la comida con sus “patrones”, como ellas nos llamaba.
Un día que estábamos en el DF nos llamó por teléfono uno de los inquilinos de su confianza. Don Alfredo nos alarmó y entristeció al comunicarnos que Doña Petra había fallecido la noche anterior, pues aunque se llamó a su “dotor”, todo había sido muy rápido y que ella, había pedido antes de morir, que se le enterrara ese mismo día. Aunque apesadumbrados, acordamos honrar la memoria de la inolvidable Petrita y respetar su última voluntad autorizando a Don Alfredo, para que contratara el servicio funerario con carroza. Sabíamos que no llegaríamos a tiempo pero, de inmediato preparamos nuestro regreso.
Al llegar a Oaxaca varios vecinos nos contaron, entre ellos Don Alfredo, el interesante detalle del entierro de doña Petra; pero antes les diré que Don Alfredo era un viejo albañil como de aproximadamente, 50 años que vivía en la casa con su esposa Doña Concha y Toñita una joven sobrina. Rentaban una pieza, el cuarto que ahora es el C23 en el patio de Allende y contiguo a la actual cafetería. Recuérdese que en aquella época una de las características de las casas de vecindad era que cada inquilino normalmente solo alquilaba una pieza, aunque vivieran allí dos o más personas, además de algún animal doméstico como mascota. Don Alfredo no era la excepción, pues además de su familia, su cuarto era el domicilio oficial de una tortolita, dos palomas y una gallina ponedora. Para servicio de la casa, Don Alfredo le daba de comer a un gato negro experto cazador de ratones y a un bravísimo perro sin raza definida, que por razones de seguridad tenía que estar muy controlado. Los pájaros y las palomas colgaban en sus jaulas de las ramas de un joven toronjal que adornó el patio por muchos años.
Cuando Doña Petra murió hubo una gran conmoción en la casa. Todos estuvieron de luto y hasta los niños y niñas callaron en sus juegos. Se contaba que la casa se sentía vacía con tanto silencio.
El entierro fue pasado el medio día, la carroza llegó puntual y los dolientes inquilinos de la casa con sus hijos, se formaron en una ordenada fila en el patio. Como a las tres de la tarde el cortejo partió a la iglesia del Carmen Bajo para de allí trasladarse al Panteón de San Miguel. Al iniciarse el cortejo se distribuyeron las flores entre las mujeres asistentes y el cuerpo salió de la casa por la puerta de Allende en forma ordenada y silenciosa. Los asistentes formaron una nutrida cola en la calle que Don Alfredo y su familia presidieron, siguiendo las instrucciones que desde el DF se les había dado.
Todo estaba listo y el chofer con su ayudante se subieron a la carroza, el chofer prendió el motor que solo hizo clic, pero no funcionó. Otra vez y nada, varias veces lo hizo sin que el motor arrancara. El chofer entonces se bajó de la carroza, abrió el capó, revisó el motor, las conexiones, todo. Bajó el capó y otra vez se sentó frente al volante, accionó la llave y de nuevo los clics interminables, trataron entonces de empujar la carroza para que arrancara pero fue en vano. La gente comenzó a murmurar y todos se miraban intrigados. Don Alfredo llamó entonces a su esposa Concha a quien le dijo que se acercara junto a él. Los dos se pararon atrás de la carroza, Don Alfredo se quitó el sombrero de petate, el chófer abrió la puerta trasera de la carroza y la caja quedó frente a ellos. Don Alfredo compungido exclamó:
«Doña Petra, patrona, vaya usted a descansar, vaya tranquila. Me dijeron los patrones anoche cuando me comuniqué con ellos, que yo me voy a quedar a cargo de la casa y, yo sé como le gusta a usted y así lo voy a hacer, vaya tranquila Doña Petra, descanse en paz, su casa estará bien.»
Don Alfredo y Doña Concha se santiguaron, el chofer cerró la puerta de la carroza, se subió a su lugar, metió la llave, la giró y el motor arrancó partiendo la carroza lentamente hacia la iglesia.
Desde entonces, la casa tiene buena estrella; es segura, tranquila y la adornan las plantas que fueron el amor de los oaxaqueños de antes. Se decía que Doña Petra con gran cariño la siguió cuidando.
Jorge Augusto Velasco