Desde hace treinta años, construyendo un hogar al que volver
Los fundadores
Antes era frecuente ver golondrinas volar en el cielo azul de Oaxaca. De niño recuerdo que cayendo la noche y, caminado por las últimas calles de Morelos, descubrí pegados al alero de madera de una casa, varios pequeños promontorios que me parecieron de barro y que se me dijo eran nidos de golondrinas. Las golondrinas son pájaros migrantes audaces de vuelo largo. Se ven bonitas con sus largas alas curvadas y su cola ahorquillada. Su nombre es musical ¿te has fijado?: golon-driii-na, suena bien. Por eso cuando escogimos el nombre para este hotel pensamos en ellas, pues además simbolizan nuestro propósito: que nuestros huéspedes vuelvan por el amable trato y buen servicio que les ofrecemos y… así es, vuelven.
Cuando a fines de 1987 regresamos del DF, visitamos nuestra propiedad donde ahora se encuentra el Hotel Las Golondrinas. Me acuerdo que era un medio día muy soleado, cuando al entrar a la casa, lo hicimos acompañados de algunos niños pequeños que jugando regresaban de la escuela.
Desde el zaguán la casa se adivinaba lo que era: una casa de vecindad, es decir, un lugar donde vivían muchas familias acompañadas de pericos y pájaros, estos últimos escogidos por sus hermosos trinos o colores. La actividad en la casa se adivinaba por el ruido que venía de las cocinas o de los pequeños talleres donde se hacía o reparaba algo, pues en la casa había joyeros, zapateros, carpinteros, comerciantes y gentes con ocupaciones varias. En el patio, las mujeres lavaban la ropa de uso diario, que después secaban colgándola de los tendederos de mecate (ixtle) que cruzaban en todas direcciones, pero con orden. La ropa lucía blanquísima pues toda ella se asoleaba lo suficiente bajo el quemante sol, a tal punto, que después, para que no lastimar los ojos de los transeúntes que caminaban por la calle, se tenía la costumbre de ponerle a la ropa, en el último enjuague, una pisca del polvo aquél que llamaban “azul”.
La casa es amplia y por el desnivel del terreno -pues está en las estribaciones del Cerro del Fortín-, se definen tres patios; el primero da a la calle de Tinoco y Palacios, el tercero, con puerta hacia la calle de Allende. La zona del patio de Allende era más tranquila y allí vivía la encargada de la administración de la casa: Doña Petra. Ella era una mujer como de 60 años de facciones enérgicas y con una cabellera blanquísima, muy bonita, que a veces se trenzaba. Doña Petra era una buena administradora pues desde muy temprano y aunque lloviera, apretara el sol, o hiciera frío, recorría la casa imponiendo orden con su presencia. Uno de los momentos de mayor ajetreo eran las mañanas, cuando muy temprano los habitantes de aquella vecindad se dirigían a los sanitarios donde los vecinos -frecuentemente impacientes- esperaban su turno, haciendo la debida cola de espera. La vida en esta casa era muy solidaria y de una relación de convivencia cordial, pues todos los vecinos se ayudaban, cuidaban y platicaban frecuentemente.
Doña Petra mensualmente cobraba las rentas y extendía recibos, evaluaba composturas o reparaciones, apremiaba a albañiles o plomeros para que el trabajo que les había encargado estuviera bien hecho y se terminara pronto. Después, a medio día, se presentaba en la casa de los dueños y se sentaba discreta en una banca del corredor, cargando en una bolsa de mecate los papeles que siempre llevaba para informar y hacer cuentas. Esto realmente no era necesario hacerlo seguido, pero a ella le satisfacía mucho como corolario de sus tareas diarias, compartir la mesa de la comida con sus “patrones”, como ellas nos llamaba.
Un día que estábamos en el DF nos llamó por teléfono uno de los inquilinos de su confianza. Don Alfredo nos alarmó y entristeció al comunicarnos que Doña Petra había fallecido la noche anterior, pues aunque se llamó a su “dotor”, todo había sido muy rápido y que ella, había pedido antes de morir, que se le enterrara ese mismo día. Aunque apesadumbrados, acordamos honrar la memoria de la inolvidable Petrita y respetar su última voluntad autorizando a Don Alfredo, para que contratara el servicio funerario con carroza. Sabíamos que no llegaríamos a tiempo pero, de inmediato preparamos nuestro regreso.
Al llegar a Oaxaca varios vecinos nos contaron, entre ellos Don Alfredo, el interesante detalle del entierro de doña Petra; pero antes les diré que Don Alfredo era un viejo albañil como de aproximadamente, 50 años que vivía en la casa con su esposa Doña Concha y Toñita una joven sobrina. Rentaban una pieza, el cuarto que ahora es el C23 en el patio de Allende y contiguo a la actual cafetería. Recuérdese que en aquella época una de las características de las casas de vecindad era que cada inquilino normalmente solo alquilaba una pieza, aunque vivieran allí dos o más personas, además de algún animal doméstico como mascota. Don Alfredo no era la excepción, pues además de su familia, su cuarto era el domicilio oficial de una tortolita, dos palomas y una gallina ponedora. Para servicio de la casa, Don Alfredo le daba de comer a un gato negro experto cazador de ratones y a un bravísimo perro sin raza definida, que por razones de seguridad tenía que estar muy controlado. Los pájaros y las palomas colgaban en sus jaulas de las ramas de un joven toronjal que adornó el patio por muchos años.
Cuando Doña Petra murió hubo una gran conmoción en la casa. Todos estuvieron de luto y hasta los niños y niñas callaron en sus juegos. Se contaba que la casa se sentía vacía con tanto silencio.
El entierro fue pasado el medio día, la carroza llegó puntual y los dolientes inquilinos de la casa con sus hijos, se formaron en una ordenada fila en el patio. Como a las tres de la tarde el cortejo partió a la iglesia del Carmen Bajo para de allí trasladarse al Panteón de San Miguel. Al iniciarse el cortejo se distribuyeron las flores entre las mujeres asistentes y el cuerpo salió de la casa por la puerta de Allende en forma ordenada y silenciosa. Los asistentes formaron una nutrida cola en la calle que Don Alfredo y su familia presidieron, siguiendo las instrucciones que desde el DF se les había dado.
Todo estaba listo y el chofer con su ayudante se subieron a la carroza, el chofer prendió el motor que solo hizo clic, pero no funcionó. Otra vez y nada, varias veces lo hizo sin que el motor arrancara. El chofer entonces se bajó de la carroza, abrió el capó, revisó el motor, las conexiones, todo. Bajó el capó y otra vez se sentó frente al volante, accionó la llave y de nuevo los clics interminables, trataron entonces de empujar la carroza para que arrancara pero fue en vano. La gente comenzó a murmurar y todos se miraban intrigados. Don Alfredo llamó entonces a su esposa Concha a quien le dijo que se acercara junto a él. Los dos se pararon atrás de la carroza, Don Alfredo se quitó el sombrero de petate, el chófer abrió la puerta trasera de la carroza y la caja quedó frente a ellos. Don Alfredo compungido exclamó:
«Doña Petra, patrona, vaya usted a descansar, vaya tranquila. Me dijeron los patrones anoche cuando me comuniqué con ellos, que yo me voy a quedar a cargo de la casa y, yo sé como le gusta a usted y así lo voy a hacer, vaya tranquila Doña Petra, descanse en paz, su casa estará bien.»
Don Alfredo y Doña Concha se santiguaron, el chofer cerró la puerta de la carroza, se subió a su lugar, metió la llave, la giró y el motor arrancó partiendo la carroza lentamente hacia la iglesia.
Desde entonces, la casa tiene buena estrella; es segura, tranquila y la adornan las plantas que fueron el amor de los oaxaqueños de antes. Se decía que Doña Petra con gran cariño la siguió cuidando.
Jorge Augusto Velasco
Carmen
Gerente e hija de los fundadores, se esfuerza cada día en mantener la filosofía del hotel y el espíritu familiar que lo caracterizan.
Paty
Meticulosa, alegre y con la experiencia necesarias para que confíen sin dudarlo su viaje y aventuras.
Susan
La jovialidad de la mano de la eficiencia, cuidando con esmero las reservaciones y preparando su bienvenida.
Rosi
Golondrina eterna, regenta las cocinas con la pasión, la dedicación y la diligencia necesarias para asegurar los platillos más deliciosos.
Severiano
Cada huésped de nuestro hotel cuenta con una historia personal, particular, viva. Y nosotros estamos encantados de formar parte de esa historia y de que regresen para contárnosla, como las golondrinas. Aquí encontrarás algunos relatos de nuestros visitantes y amigos.
Crónica de Relatamundos
Viajar. Viajar es regresar a la esencia, reza un proverbio tibetano. Probablemente la interpretación correcta versa más en lo espiritual, pero a mí, ahora que acabo de regresar de Oaxaca, México, esas seis palabras me hacen pensar en literal. Porque uno cree que conoce un lugar solo por haber estado allí, cuando lo cierto es que hace falta algo más; hay que saber llegar y, a su vez, el lugar tiene que permitirte avanzar. Como dijo la poetisa Anne Hébert, el trayecto se convierte en el motivo y en el sentido último del viaje. Únicamente así es posible alcanzar la esencia, el espíritu del sitio en el que se ha estado; solo profundizando en el camino se llega, se viaja, se conoce verdaderamente un lugar. Viajar es, por tanto, descubrir esos rincones escondidos cargados de verdad, esos lugares en los que pervive la esencia, sea cual sea su localización en el mundo.
En definitiva, uno puede creer que conoce México solo por haber estado en un lujoso resort de Playa del Carmen dos semanas, en plenas festividades del Día de Muertos, desayunando chilaquiles junto a un altar abarrotado de flores de cempasúchil. Pero un día se le da la oportunidad de regresar, y el viaje lleva sus pasos a Oaxaca, a un hotelito de fachada azul construido en una típica casa de vecindad. A un lugar lleno de verdad, de esencia. Y entonces sí, solo entonces uno disfruta de la certeza de haber llegado a México.
(…)
La primera vez que supe del hotel Las Golondrinas fue a través de su actual gerente, la antropóloga Carmen Velasco Hernández. “Tu casa”, recuerdo que me dijo en alusión al establecimiento, con esa calidez y esa impecable corrección tan mexicanas. El nombre del hotel, según supe después, también se escogió con la intención de reforzar esa idea, porque las costumbres migratorias de las golondrinas pasan por establecer un lugar fijo al que regresar. Estas aves de vuelo alegre y canto inquieto no anidan en lugares, sino en hogares… del mismo modo que en el hotel de la familia Velasco Hernández no hay clientes; hay huéspedes a quienes hacer sentir en casa. Por otro lado, los propietarios, don Jorge y doña Guillermina, cuentan que fue el brillo fonético de la palabra golondrina, la musicalidad de su pronunciación, lo que los convenció para terminar de decidirse por el nombre. Cuando se está allí, es fácil comprender que parte del espíritu del hotel tiene que ver con la música, con la armonía, con una mezcla equilibrada entre los sonidos alegres de los pájaros, el viento y el agua en los tres magníficos patios ajardinados de la propiedad, y el confortable silencio que aporta la calma, la relajación de sentirse atendido y cuidado, en familia, en medio de un oasis de color, calidez y carácter tradicional oaxaqueño. La melodía con que uno recuerda Las Golondrinas suena a marimba, a salterio, a alegres acordes de guitarra, instrumentos que perfectamente podrían traducir el canto de esas aves, en su versión más mexicana.
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En definitiva, uno puede creer que conoce México solo por haber estado en un lujoso resort de Playa del Carmen dos semanas, en plenas festividades del Día de Muertos, desayunando chilaquiles junto a un altar abarrotado de flores de cempasúchil. Pero un día se le da la oportunidad de regresar, y el viaje lleva sus pasos a Oaxaca, a un hotelito de fachada azul construido en una típica casa de vecindad. A un lugar lleno de verdad, de esencia. Y entonces sí, solo entonces uno disfruta de la certeza de haber llegado a México.
Nada más llegar a la calle de Tinoco y Palacios, a escasos minutos andando de la famosa plaza del Zócalo de Oaxaca, la fachada azul ultramar de Las Golondrinas, recortada contra el amarillo de los taxis de la localidad, sumerge al visitante en una suerte de cuadro expresionista. Incluso antes de poner el pie en el pintoresco zaguán de la entrada de la casa, los ojos ya respiran color. Los que han viajado por México saben que esa tierra es justamente eso: un estallido continuo de contrastes, cómo no, también cromáticos. Y es ahí, aun en el exterior de ese hotelito levantado en una típica casa oaxaqueña de vecindad, donde en el pasado convivían familias dedicadas a las más diversas tareas (zapateros, plomeros, albañiles, costureras, mujeres que hacían tortillas de maíz…), que se puede empezar a percibir esa esencia mexicana. Como señalaba al principio esta crónica, uno siente, frente a la fachada de Las Golondrinas, que ha llegado a un lugar lleno de verdad. Un lugar que respetó sus orígenes, procurando mantener la arquitectura y el diseño de las casas primigenias aun con el desafío de la cercanía y el desnivel del cerro del Fortín, donde la teja, el carrizo, la madera y las paredes de adobe aportan un brillo reminiscente y preciado allá donde uno desee descansar la vista… y el ánimo. Un lugar que conserva con devoción el espíritu con el que no solo fue construido, sino también levantado y cuidado: el trato familiar y la vocación de servicio con el que las antiguas familias convivieron, sin olvidar el ángel que la primera encargada de la administración, doña Petra, depositaba y procuraba en sus tareas, llevando armonía hasta el último rincón, y que quizá aún hoy sigue arrojando luz entre sus trabajadores, completamente entregados -y enamorados, de Las Golondrinas.
Por todo eso, más allá del antiguo zaguán que hace las veces de distribuidor entre la recepción y la sala de estar, se respira una calidez que envuelve y cobija. Ya en la recepción, abierta 24 horas, se percibe ese brillo familiar con el que te reciben las casas con el hogar encendido. Un brillo color caléndula, vibrante, alegre, auténtico, detrás de la sonrisa franca de Enoc, Paty o Hilario.
Una vez dentro, y no de camino sino en el mágico paseo que implica recorrer cualquiera de los tres exuberantes jardines hacia alguna de las veintisiete habitaciones semiescondidas alrededor, uno podría imaginar perfectamente al espíritu de Hemingway, magistral cronista del viaje esencial, sentado en una de las pequeñas terrazas que presiden la entrada de algunas estancias, en una silla de forja verde, bajo una excelsa buganvilla magenta, protegido con un sombrero de petate de la caricia de los pétalos al viento y entregado a un silencio inspirador. O al de Pavese, reposando una taza de chocolate caliente en una de las mesas del patio orientado a la calle Allende y al agasajo de un desayuno inolvidable, reconciliado con sus reflexiones sobre la brutalidad que implica viajar, el desarraigo de perder de vista todo lo conocido y confiable para entregarse a lo extraño, pero a la vez a lo esencial y eterno: el aire, el cielo, la naturaleza, la calma, el descanso, los sueños… la genuina hospitalidad y el cariño de Rosi, Tere, doña Au, o Adilene y su preciosa sonrisa de hoyuelos.
Las Golondrinas es un lugar donde dejar volar los sentidos y anidar la sensibilidad. En palabras de don Jorge Velasco, donde amanecer cada día con la caricia de las flores en la mejilla. El paseo diario entre caléndulas, petunias, geranios, cactus, buganvillas, hiedras, helechos, espatifilos, cintas, arecas, palmeras y plataneros, ese paisaje salpicado por las macetas artesanales de Dolores Porras, típicas de la cercana localidad de Atzompa, es alimento a los ojos de cualquier amante del impresionismo pictórico. Y, para respirar por los oídos, el sonido sordo propio del centro de la ciudad, el trinar lejano de los vendedores de puestos de artesanías en el Zócalo o de las campanas de la cercana iglesia de Santo Domingo de Guzmán –patrimonio cultural de la humanidad convertido en panorama desde la formidable azotea del hotel, cuando en armonía se solapan con el viento enhebrando su melodía entre las hojas de los árboles, y el familiar sonido del carrito de Rosi a su regreso diario del mercado. Ese viaje a lo esencial, que pasa por el amoroso cuidado a los sentidos en el exterior, encuentra su consonancia en el interior de unas habitaciones únicas, cada una con su propio carácter, pero todas ellas mimadas al detalle por las manos artistas de doña Au y Tere, que cada día riegan de pétalos las camas y esculpen graciosas esculturas con las toallas.
(…)
Carmen Velasco no solo me invitó a conocer su hotel. Ella me dio la posibilidad de anidar unos días allí, dejar volar los sentidos y llegar por fin hasta ese pedacito del México más esencial llamado Oaxaca, que los conquistadores españoles compararon con una Antequera de color verde, a mí me parece La Mancha a todo color, y al que, como golondrina alegre e inquieta, ya estoy deseando regresar. Siempre.
6 noviembre, 2017
Crónica de Travel & News
Las Golondrinas en Oaxaca te espera para cuando decidas viajar
Se llama Las Golondrinas, está en Oaxaca y "es un lugar donde debes dejar volar los sentidos y anidar la sensibilidad. Un paraíso en donde el tiempo se detiene para gozar de una estancia inolvidable. Oasis construido sobre una típica casa oaxaqueña con patios ajardinados. Está convertido en lugar que brinda la oportunidad de imaginar que eres golondrina y volver siempre que lo desees. Además, brinda espectáculo de ensueño y armonía", asegura Carmen Velasco.